lunes, 31 de julio de 2017

Judith Drigues / Revelar una lápida






















Que te fuiste a otro mundo, murmuraban,
pero yo sé que ha sido, en definitiva, una simple mudanza,
y que sólo es cuestión de tiempo
hasta que oiga otra vez el golpeteo de tu voz.

Así es, señor pedagogo, aún vives aquí, puerta por medio:
últimamente has logrado domar
un dos ambientes con pasillo.

Esparcí los palitos chinos por sobre la alfombra,
para que hirieran. Una gota de sangre
en el lugar en donde se endurece
tu piel sobre sí misma.
Luego, con una lapicera, 
garabateé sobre tu Bialik.
Lo confieso, mi intención fue la peor:
que te enojes significa que estás vivo,
así me lo enseñaste.

Cada vez que alguna mano extraña acaricia mi cabeza
tus ojos se ensombrecen sobre mí.
Ni siquiera me miras
cuando me despliego para sentarme, 
embozada, en tu trono almidonado.
Allí viví lo mejor de mis amores.
Sólo el temor a la muerte logró despertarme.

Ahora aliso las arrugas de mi cara y escucho.
Jamás estuve tan dispuesta a cerrarte los ojos.
Con mis propias manos acariciaré
los estuarios de tus cenizas
y olvidaré.




Traducción: Gerardo Lewin

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